Dois fragmentos

Fragmento de: Como el ciervo huiste (Ed. Delirio, 2013)

Despliego las patas del carrito y le coloco la cesta en los enganches. Tu cuerpo no tiene ni un solo pelo y parece igual de pesado que una ensaimada o un vaso de leche, pero me cuesta levantarte con esta mano tan delgada; no obstante, una madre es una madre y ha de levantar a su criatura del suelo aun sintiendo cómo se le desgajan los filamentos de la muñeca. Según las pantallas que detallan los horarios y los recorridos de los autobuses, la última salida hacia la ciudad tuvo lugar hace un cuarto de hora, así que ya no hay vuelta atrás. Nos alumbra la luz oblicua de los focos que pivotan la estación: veo tu rostro fruncido y colorado por este frío que estremece los nervios, pero ya no tengo ninguna cosa más que adosar a tu cuerpo; ya te he dado los guantes, la palestina, el pañuelo; llevas hasta mis calcetines metidos por dentro del jerseicito mostaza, a ver si dejas de toser. Me froto las manos y toco tu frente: en efecto, está fría, y mejor será que nos marchemos antes de que aparezca el abuelo y nos arrastre de vuelta a casa. La ventisca retuerce las figuras que se levantan más allá del recinto y las piedras heladas me machacan la espalda.

Sigo adelante.

Empujo el carrito.

Para que esas piedras no caigan en la cesta y se hundan en ti como en una masa de harina, hago pantalla. Los zapatos me presionan los lados de los pies y me coagulan los dedos en la punta (salí a toda prisa de casa y barajé el calzado en la oscuridad). La coleta me deja las orejas al aire y siento cómo el frío me golpea y amorata los lóbulos.

Me acerco a la valla de la estación, se despejan los perfiles de los primeros edificios y brotan otros más lejanos. Freno en la carretera del pueblo: las calles están desiertas y el chubasco desintegra los límites de las cosas; y si tomo como referencia el espesor metálico de las nubes y la oscuridad del cielo, el chaparrón no menguará en las próximas horas. Tengo delante una plazoleta completamente deformada por la velocidad de las gotas, un horizonte de edificios más bien chatos, una pendiente sobre la que se escalonan los montes de Gardén, unos cuantos pisos con las luces encendidas y farolas que vierten un resplandor vacilante sobre la estatua de un alto mando militar, un columpio deshilachado y esta papelera donde ahora hundo las manos. Encuentro una lámina de cartón que voy a utilizar a modo de tejadillo, a ver si una ráfaga no me la arrebata y consigo resguardarme la cabeza. Quiero acariciarte, pero distingo una mancha lechosa a lo largo de mi antebrazo, me asusto y la froto contra la falda del vestido no vaya a ser que el frío la recrudezca; luego paso el dedo índice por una de tus mejillas, sin sentir pizca de calor, pero entendiendo que aún respiras debido a la nube de vapor que florece de tus labios.

Miro al frente.

Empujo el carrito.

Desde que quisieron deshacerse de nosotros, empujo el carrito. Experimenté cómo tus huesos golpearon las paredes de mi estómago y se hundieron a través de las ingles y ya no pude ni contemplar la rendición. Apareciste en el centro del mundo con los pies azulados, rociado de plasma y heces, tiritando en las manos del doctor como si tanta luz repentina te sobrecogiera. Al día siguiente, te llevamos a casa porque ya respirabas sin dificultad y tu peso era óptimo para un recién nacido; yo, sin embargo, estaba saturada de pinchazos, desangrada de cintura para abajo y afiebrada. En mi cuarto no había espacio para ambos pero, modificando la disposición del mobiliario, cupo una cunita de madera atiborrada de juguetes. Aquel día permanecí no sé cuántas horas viéndote zarandear los brazos en sueños y dar vueltas sobre ti mismo, como si te debatieras por arrancar del aire un objeto irrisorio, un caramelo o una piedra. Cuando desperté, con el vientre todavía dolorido, corrí hacia tu cuna para ver si todavía respirabas y te puse la palma de la mano sobre los labios. Eras cierto: vivías. Esa mañana te mudé el pañal, usando casi una docena de paños calientes y polvos de talco que me hicieron estornudar por culpa de la alergia, del nerviosismo, yo qué sé. Pasaron las horas, te di leche de un enorme biberón e hicimos la digestión recostados en la cama con un desplegable entre las manos.

De noche, escuché lo que dijo el abuelo: quería darte en adopción; a ti, sangre de su sangre concebida entre mis órganos más íntimos. Se había enfadado tras calcular la inversión que supondrías en pañales, papillas y demás, sin reparar en que yo hubiera trabajado por ti hasta romperme las manos, y estaba empeñado en dejarte en la puerta de un convento. La abuela le llevó un par de veces la contraria, pero todo acabó cuando él estrelló contra la pared un vaso de vino que imprimió un archipiélago morado en el blanco de la cal y dejó suspendida en el aire una nubecilla de cristales. Luego se impuso en la casa la ley del silencio. Y tú la transgrediste sin que yo pudiera evitarlo: por más que te apreté contra el pecho, estornudaste con energía.


Fragmento de: El mundo según la pupila de los pájaros

El chico está echado en una camilla, va disfrazado de oso panda y ha recibido una puñalada en el vientre.

Empujan la camilla dos enfermeros de porte atlético a través de la planta de urgencias del Hospital Clínic, Villarroel, 117, 08036, Barcelona. Aparece por el pasillo un médico vestido con una bata blanca y con un estetoscopio echado al cuello. Se hace a un lado para dejarlos pasar.

Al fondo de ese mismo pasillo, un segundo médico observa con apremio el avance de la camilla y mantiene abierta la puerta azul de doble balda del quirófano. Y ya en el quirófano, una joven practicante con cara de ratón, coleta y gafas plateadas, se ajusta un guante de nitirilo de color lavanda en su mano derecha, suelta el elástico y éste restalla sobre las venas de su delgada muñeca emitiendo un atmosférico “¡chas!”.

El chico recupera la conciencia poco a poco. Se había desmayado segundos después de recibir la puñalada. Zarandea la cabeza, se baba, le lloran los ojos, y la velocidad de la camilla le hace sentir el aire helado repasando su tabique nasal y su esternón huesudo y moteado.

Lleva el pecho al descubierto porque, cuando los enfermeros se lo encontraron acaracolado en aquel charco de sangre, lo primero que hicieron fue abrir el disfraz por la mitad con unas tijeras.

Las paredes y los techos se retuercen sobre sí mismos y se ciernen sobre él, como en el vientre de una casa de los espejos, y lo único que sus oídos sintonizan es un pitido continuado y chirriante que le provoca migrañas. Intenta responderse dónde está, pero en estas circunstancias se le hace imposible. La luz de los halógenos, los jadeos de sus ángeles salvadores o ese olor acre a pomadas que invade en todo el pasillo, son como trapos empapados en aceite que se escurren a través de la superficie escorada de su pensamiento dejando tras de sí una rutilante huella de espuma, grasa y roña. No puede ni aprehenderlos ni obviar su pegajosa presencia psíquica.

Se responde con otra pregunta:

-¿Dónde está?

Su mente se parece en mucho a una nuez: reconcentrada, furiosa, obsesiva. Comienza a repetirse machaconamente:

-¿Dónde está, dónde está, dónde…?

Lo cierto es que no ha venido ni se le espera.

Lo meten, por fin, en el quirófano, y de pronto lo envuelven una neblina dulzona y centelleos que brotan al azar de la penumbra. La practicante tiene ya dispuestos en una consola metálica las pinzas, el hilo de sutura, las agujas, las toallitas, una jofaina, guantes de repuesto, los alcoholes y los desinfectantes. Pronto se inclina sobre su vientre, iluminándolo con lo que parece ser una linternita de espeleólogo. Y él, al verla, se tranquiliza, porque es evidente que esa afilada cara de ratón no puede esconder malas intenciones. Así que emplea las pocas fuerzas que tiene en sonreír. Distingue un trazo de vix vaporú, pone cara de retrasado mental y piensa:

-No ha pasado nada, todo está bien; no pasa nada, todo está bien…

*

El conductor de la ambulancia arrancó a toda velocidad y, cambiando peligrosamente de carril, driblando a los ciclistas de porcelana y a los cuchillos de las motos, derrapó en la carretera inundada y aparcó frente al piso que le habían indicado, Carrer Sant Erasme, 10, 08001, Barcelona, dando un brusco frenazo. Las balconadas se llenaron de murmullos y de paraguas, no fuera a ser que el temporal se desatara. Era ya más de medianoche, estaban en abril y pronto sería sábado. El barrio tenía la hechura y el aspecto de una conejera desguazada. Todos los tejados goteaban.

Cuando los enfermeros vinieron de vuelta, el conductor distinguió un armatoste con hechura humana, de colores negro y blanco, que no cabía en la colchoneta, y sin tiempo para extrañarse, giró la muñeca e hizo contacto. Casi corrió un rally. De vez en cuando, miraba por encima del hombro y veía a los enfermeros afanándose por detener la hemorragia de aquel gigantesco peluche, desdibujados por las rayaduras del metacrilato que comunicaba la cabina con el remolque. No se paró a pensar, simplemente enfiló el carril a más de cien y evitó dar curvas a dos ruedas.

Minutos después, cuando vio la camilla atravesar el acceso de urgencias, se le ocurrió murmurar:

-Joder, ya solo falta que venga otro disfrazado de cazador.

Autores convidados em Dezembro

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Alba Cid

Ourense, 1989.

Escribe e investiga en poesía contemporánea, especialmente galega. Recoñecida desde nena con diversos premios literarios, participou en volumes coma Poética da casa (Consellería de vivenda e solo, 2006) ou antoloxías coma No seu despregar (Apiario, 2016). Publica textos de creación e reseñas nas revistas Grial, Luzes, Tempos Novos, Nayagua, Oculta Lit ou Dorna, facendo parte do consello editorial desta última. Algúns dos seus poemas foron traducidos ao castelán, grego, inglés e portugués, e apareceron en plataformas coma tr3sreinos.com, The Offing e Poem-a-Day, serie web da Academy of American Poets. Na actualidade, encárgase do John Rutherford Centre for Galician Studies da Universidade de Oxford.

O seu primeiro poemario é Atlas (Galaxia, 2019).

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Iago Fernández 

Iago Fernández nace en Ferrol (A coruña, Galicia) en 1990. A los dieciocho años se trasladó a Barcelona, donde estudió Bellas artes y Estudios literarios. Publicó el libro Como el ciervo huiste (ed. Delirio, 2013), relatos, poemas y textos de crítica cultural y teoría de la literatura en distintas publicaciones de ámbito hispánico. Cursó estudios de doctorado en la USC. Realizó múltiples quehaceres editoriales y, actualmente, se dedica a la docencia de Lengua castellana, ligada al uso de las TIC, al SEO Content Writing y a debatirse con una novela postergada ya por demasiado tiempo.