Elogio de la inutilidad

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“No preguntarme nada. He visto que las cosa cuando buscan su curso encuentran su vacío.” 

Federico García Lorca en “1910”.

Hace un par de semanas, en el parque de Chapultepec, el retiro dominguero de Ciudad de México, se celebraron las jornadas de educación financiera, costeadas por el Ministerio de Economía y promovidas por un sinfín de instituciones de crédito y agencias de seguro. El objetivo era concienciar a los niños y adolescentes mexicanos de la importancia de endeudarse, de hipotecarse, de invertir en bolsa y de asegurar los ahorros. Los paneles informativos insistían en la relación entre futuro, madurez e inversión, con un mensaje sin aristas destinado a los padres de los asistentes: el éxito de su hijo depende de las finanzas familiares. Para los niños el reclamo era aún más zafio. Bob Esponja, Dora Explorada o Snoopy cantaban con una vistosa coreografía aquello de “I love soda, yo invierto en bolsa.” También había talleres para aprender a utilizar la tarjeta de crédito, videojuegos cuya recompensa eran billetes de imitación y teatros de marionetas en los que sus entrañables protagonistas contrataban seguros.

No pensemos que México está lejos, el espacio cuando hablamos de los imaginarios totalizadores del utilitarismo se reduce a una mera representación poética. En nuestro país, sucesivas leyes educativas ensimismadas en la formación de futuro capital productivo han reducido sustancialmente los estudios humanísticos para priorizar conocimientos económicos y pragmáticos. La educación de individuos con capacidad reflexiva y principios ciudadanos ha dado paso a la tortura de la empleabilidad y del emprendedurismo, que han reubicado la filosofía en odas al éxito y a las riquezas y a la historia en una sucesión de etapas oscuras superadas por el emprendedor y el crecimiento. El utilitarismo ha calado el sistema educativo hasta los huesos empezando por los docentes que, integrados en la lógica individual del pragmatismo, estamos sumidos en una carrera de puntos infinitos y pocas veces participamos en actividades que no reporten certificados o complementos autonómicos. (Quién esté libre de pecado…) Nos obsesiona la plusvalía, la noción de que cada acción generará algún tipo de beneficio, de valor añadido.

Este funcionalismo, tan bien reconocido por Nuccio Ordine o Martha Nussbaum para sociedades en crisis que han desmantelado en nombre de la recuperación económica siglos de bagaje cultural, condiciona nuestra capacidad para reconocer los instintos. Estamos programados para concatenar acciones útiles, identificadas por su rentabilidad económica o reconocimiento. Leemos, pensamos y trabajamos con estos fines. Cada minuto es una oportunidad para la rentabilidad cuantitativa que no podemos desaprovechar. Las artes o los conocimientos humanísticos nos distraen del camino de la competitividad o son lujos a los que debemos renunciar en aras de la prosperidad. Esta ceguera colectiva está dinamitando el conocimiento sobre las experiencias y expectativas de nuestra sociedad y, por extensión, el planteamiento de alternativas. El proceso tiene una amplia trayectoria: Montaigne ya se lamentaba que los alumnos de su época lograban declinar la palabra “virtud”, pero no sabían amarla ni abrazarla, lo cual les aportaba beneficios económicos pero escasas herramientas paraenfrentarse al abismo de la existencia humana. Hoy, la victoria de los principios políticos utilitarios ha convertido a los alumnos universitarios de humanidades en kamikazes matriculados en unos saberes inútiles, improductivos y prescindibles.

Los daños colaterales más visibles son la pérdida de nociones culturales e identitarias, la incapacidad de tolerar la frustración o el recluimiento del individuo en prácticas anestesiantes como el consumo o el entretenimiento digital. Pero no sólo se trata de un problema de abandono u olvido del bagaje acumulado de la cultura occidental, sino del alumbramiento de una nueva variante de humanidad, utilitarista, desprovista de elementos simbólicos y de significantes. Es el paraíso jamás soñado por los burócratas: nuestras aptitudes y saberes son el resultado de un enunciado, no condición preexistente al certificado.

Los agentes culturales nos hemos refugiado tradicionalmente en discursos autocomplacientes basados en la redención individual. El mundo podía irse a pique mientras nosotros degustábamos Los Ensayos o el Juan de Mairena. Nos consolaba saber que pertenecíamos a un selecto e invisible club que cultivábamos los saberes sin apenas encontrarnos y quemábamos ofrendas a la belleza, a la curiosidad y al desarrollo del espíritu. Esta estrategia fracasada ha dejado a la intemperie de políticas antropófagas e irresponsables los conocimientos y las prácticas humanísticas. Quizá haya llegado el momento de sustituir el escudo por la espada y emular a Attillio Maggiulli, quien el 23 de diciembre de 2013 en París empotró su coche contra el Elíseo para llamar la atención sobre el desprecio general del gobierno por la cultura y en particular por su proyecto Théâtre de la Comédie Italiénne. El conjunto de saberes que nuestro tiempo ha denominado inútiles es fundamental para la perpetuación de modelos sociales reflexivos y críticos, para comprender el entorno al margen de las lógicas utilitarias. El arrinconamiento de las humanidades nos deja a la intemperie de discursos nacionalistas, xenófobos, sin memoria ni herramientas de contestación, abocados a un continuo presente, donde las estrategias de seducción política y mercantilista encuentran el campo expedito para su extensión. Corresponde a los anónimos cultivadores de los saberes inútiles contrarrestar los imaginarios dominantes y propiciar un renacimiento que asiente nuestra sociedad en cuestiones más trascendentes e integradoras que la mera utilidad, principio que desde Cervantes a Theóphile Guatier o Leopardi ha sido combatido por su rotunda capacidad para multiplicar la estupidez humana.

Nota matinal sobre Michael Moore in Trumpland

 

Embora Michael Moore seja realmente bom a escolher títulos cativantes para os seus documentários, não parece possível evitar um certo desapontamento depois de ir para além dos títulos. Os seus filmes carecem sempre de alguma substância e até de sentido crítico. A voz de Michael Moore é omnipresente mas falar imenso não é o mesmo que ter pensamento crítico. Abundam os lugares-comuns e a ligeireza ou superficialidade. Ao contrário de outros documentaristas, Moore não se inibe de dar opiniões e não deixa as imagens e os participantes dos seus filmes falarem por si. E assim, como foi publicitado pelo próprio, Michael Moore in Trumpland não é um documentário, nem uma peça sobre Donald Trump, sobre os apoiantes de Trump, sobre Hillary Clinton ou sobre as eleições americanas. Não. Este filme é centrado na figura de Moore. Moore discursa para uma plateia de apoiantes de Trump, elogia as qualidades e critica os defeitos dos candidatos às eleições e faz o que faz melhor, provoca. E provocar é tão bom quando se quer chegar a algum lado. Mas Moore nem sempre quer chegar a algum lado. Ouve-se a sua voz, o seu sarcasmo, até as suas reflexões sobre a Estónia, durante hora e meia. É com um coração cheio de tristeza que se conclui que Michael Moore perdeu a oportunidade para descrever um fascinante fenómeno sociológico que poderia ser chamado de trumpismo.

Kafka e Bob Dylan: uma nota

Franz Kafka, revelando uma faceta, ou pelo menos um corte de cabelo, de clássico controverso. 

Franz Kafka, revelando uma faceta, ou pelo menos um corte de cabelo, de clássico controverso. 

No terceiro volume da biografia de Kafka, Kafka: The Years of Insight, Reiner Stach tem um capítulo intitulado ‘What do I have in common with the Jews?’, em que se debate a perplexidade com que os contemporâneos de Kafka receberam A Metamorfose e as sucessivas tentativas de categorizar a obra como ‘literatura alemã’, ou ‘literatura judaica’, ou ‘literatura de vanguarda’. A propósito deste assunto, Stach escreve:

When nothing is self-evident anymore and suddenly everything goes, the waving flag of the collective, isms, and Volk ultimately remain the reliable identifying marks. The dogged attempts by Kafka’s early reviewers to pigeonhole him typified the era.

Por detrás da dificuldade dos contemporâneos de Kafka esconde-se a ideia de que nos relacionamos com a literatura a partir um conjunto de expectativas e conceitos prévios que entram em falência quando o objecto da nossa atenção não pode ser confortavelmente arquivado na caixa em que o queríamos arrumar. A força que a literatura encerra e a própria ideia de literatura como exercício de empatia são fruto deste atrito. 
Ligada à noção de que o Prémio Nobel da Literatura confere a um autor o vago estatuto de clássico vivo, estão os nossos preconceitos (não só em sentido etimológico) sobre o que é literatura. Tentativas de institucionalização da literatura tendem a acarretar esta desvantagem. A discussão dos contemporâneos de Kafka sobre A Metamorfose pode ser vista como um passo nessa direcção: que tipo de autor era Kafka e, segundo esse conceito, com que chave ler a sua obra. Um dos poetas do círculo em que Kafka se movimentava, Frank Werfel, escreveu-lhe uma carta em que dizia

Dear Kafka, you are so pure, new, independent, and perfect that one ought to treat you as if you were already dead and immortal.

O entusiasmado de Werfel não pode ter sido particularmente encorajador para Kafka (fica ali a ecoar o como se já estivesses morto). Não incluindo uma tentativa de arrumar Kafka numa determinada caixa, estas palavras escondem, no entanto, outro preconceito pelo qual tendemos a pensar que a grande literatura se apresenta e se distingue do que não pode ser classificado como tal, o teste do tempo: um autor clássico é, em 99.9% dos casos para os mais conservadores, um autor morto. É claro que se queremos compreender a literatura como algo vivo, que pode agir sobre o presente a menos de três séculos de distância, podemos propôr outras chaves de interpretação, como por exemplo, a ideia de que o autor de algo que descreveríamos com a palavra 'clássico' é aquele que se relaciona de um modo tão pertinente com o seu tempo que, ao mesmo, tempo, acaba por o transcender, o que me leva à parte deste apontamento que é sobre Bob Dylan. 
Talvez também entre os editores da Enfermaria 6 não haja um possível consenso sobre esta decisão que tanta polémica continuará a causar (o Nobel nunca agrada a todos), mas talvez isto possa ser acrescentado, sem qualquer pretensão a posição oficial deste espaço (a Enfermaria pertence a muitas vozes), que Bob Dylan é um dos autores mais relevantes e citados da cultura americana, numa obra que actualiza as mais diversas influências e tradições, que a atribuição anual deste tão badalado prémio é sempre um golpe de morte, de uma cajadada só, para umas quantas dezenas de autores que já fazem parte do cânone da literatura dos seus países de origem ou da literatura mundial (o Nobel enquanto modo de dinamizar a burocracia pela qual cânones se inventam e são sancionados), uma vez que em condições normais só um autor tende a ganhar por ano (daí ter dificuldade em entender o argumento dos que querem ver este prémio como uma oportunidade desperdiçada, este prémio é sempre uma oportunidade desperdiçada de reconhecer os escritores que verdadeiramente me agradam, e não só a mim), e que talvez a função do Nobel seja chamar a atenção sobre as muitas formas por que a literatura opera e se reinventa. Os mais optimistas quererão e poderão ver neste prémio um comentário acerca do momento político que a América atravessa, o reconhecimento de uma certa esquerda americana de que Bob Dylan é um símbolo, a ideia de que este prémio, de resto como a literatura, é mais do que um assunto meramente cultural. Discutir se Dylan é de todo um escritor parece-me uma conversa que só pode ser entretida depois de se passar pelo tipo de intervenção cirúrgica que deu ao nosso Egas Moniz o Prémio Nobel. Mas a esse respeito, talvez valha a pena acrescentar o cliché óbvio, e balbuciar que um grande escritor é aquele cuja obra deixa perceber uma aguçada perspectiva sobre o mundo, e que as canções de Bob Dylan traduzem a atmosfera de um sem número de mundos. Mas talvez seja de concluir com um belo parágrafo de Miguel Esteves Cardoso, numa crónica de ontem no Público:

A obra de Dylan – que é caoticamente desigual, havendo coisas terríveis ao lado de obras-primas – é uma gloriosa colecção de todas as tradições literárias da humanidade, desde os trovadores aos cantores de blues, desde os contos de fada às orações.

Finalmente temos um Nobel à altura de Dylan.


Mais sobre Dylan e o Nobel: 

Miguel Esteves Cardoso, Bob Nobel, nem menos, Público.
Ricardo Domeneck, Um prémio a um trovador moderno, Deustche Welle. 
Pedro Mexia, “Estou contente, triste, para cima, em baixo, dentro, fora, lá no céu e cá nas profundezas da terra”, Expresso.
Alexis Petridis, Pop lyrics aren't literature? Tell that to Nobel prize winner Bob Dylan, The Guardian.
Dan Piepenbring, Writer's, it's time to learn guitar, and other news, Paris Review.
Luís Miguel Queirós, Isabel Salema, Victor Belanciano, 'Dylan está acima do Nobel', Público.
Luís Quintais, Bob Dylan dirige-se aos seus contemporâneos, Luís Quintais (originalmente publicado na Relâmpago).
David Remnick, Let's celebrate the Bob Dylan Nobel Win, The New Yorker. 
Telmo Rodrigues, Bob Dylan está do lado certo da história, Observador. 
Luc Sante, Dylan's Time, New York Review of Books. 
'Dylan towers over everyone' – Salman Rushdie, Kate Tempest and more pay tribute to Bob Dylan, The Guardian.

Teodora Cardoso leu os clássicos todos

Não que a entrevista interesse. Talvez interesse. O que chamou a atenção foi dizer-se que Teodora Cardoso, presidente do Conselho das Finanças Públicas, "leu todos os clássicos da literatura." Para além de ser algo inédito no mundo, e por isso digno de louvor, é também sintoma do alto desprezo que as elites portuguesas têm por qualquer coisa relacionada com as humanidades. Leu tudo, tanto que já nem lê o que de mais recente se vai publicando, possui colecções inesgotáveis de música clássica. Parabéns, Teodora. Este é o ano dos portugueses. Resta saber quantos são os clássicos e a partir de que ano de publicação é que um "romance", coisa pouco do gosto de Teodora, perde o rótulo de clássico e passa a ser "moderno", isto é, menor e portanto pouco apetecível em termos de leitura, ou melhor, de distracção do que realmente importa. Este é o discurso do lucro. O de alguém que não olha para o ensino das humanidades como crucial para a formação do indivíduo. Ler pode contribuir decisivamente para que nenhum Donald vire presidente ou para que não aceitemos de olhos fechados a inevitabilidade da austeridade ou da decadência ou do desemprego. Este é o discurso de quem diz que adora ler, que leu tudo, especialmente o que confere gravitas, virtus, mas que na verdade despreza a literatura, a história, a filosofia. Passos Coelho também apareceu um dia a garantir que não perdia tempo a ler romances. Lia a Fenomenologia do Tempo, ou a Fenomenologia do Ser ou do Existir - que interessam os títulos, quando o que conta é o conteúdo? Teodora leu os clássicos todos e agora lê romances policiais por diversão. Leu Tolstói. Aliás, releu Tolstói mas Dostoiévski nem ver. Com aqueles experimentalismos, não ensina a ganhar dinheiro nem a compreender o mundo. Vejam como a literatura é menor, como é pequena, contabilizável. Cabe no bolso de uma contabilista, perdão, economista, perdão, figura mundial.

Deixo um excerto da preciosidade:

A nível de literatura, não leio muitos romances, sobretudo modernos. Li os clássicos portugueses, ingleses, franceses, alemães e russos. Mas russos só o Tolstoi, de Dostoievski não gosto muito. Ainda há pouco tempo andei a reler “Guerra e Paz”, que é um grande livro, sempre atualíssimo. E li-os em geral no original, no caso dos alemães em traduções para francês ou inglês, muitas vezes com edições bilingues, porque de facto gosto muito de ler os originais. E filosofia também. Sempre gostei e continuo a gostar. Depois, há uma coisa completamente diferente destas todas e em que sou especialista, como com os chás, que são os livros policiais. Eu preciso de livros policiais para adormecer. Não é porque me deem sono mas porque me fazem desligar do dia a dia.

A banalização da escrita

Cassandra Jordão entrevista Lídia D.

Resolvi procurar os conselhos de Lídia D. porque entendo que a minha ligação contractual à Enfermaria 6 apresenta algumas deficiências espirituais. Estas deficiências espirituais manifestam-se sobretudo ao nível de me serem confiadas tarefas assaz mecânicas (como por exemplo, ter de juntar os versos de poetas que nos enviam poemas mal formatados através de horas de pressão continuada de uma combinação das teclas de caps lock e enter) que, no entanto, não são mecânicas o suficiente para que o cansaço me tire a vontade de espiolhar as páginas do Facebook dos autores nacionais. Juntámo-nos para falar do fenómeno que Lídia D. apelida de banalização da escrita.

 

O que é banalização da escrita?

Olhe, você conhece aquela marca de cerveja, a BrewDog? Aquilo é um bando de gente que sabia muito de cerveja e dormia no sofá em casa dos pais, que agora vendem muito mas ainda não têm um departamento de marketing porque se divertem a escandalizar as pessoas de uma maneira mais ou menos terrorista. Fazem umas quantas declarações bombásticas para vender mais umas cervejas, no fundo não oferecem nada que você não possa beber noutro lado, mas no fim é tudo sobre a cerveja. A primeira parte da minha descrição da BrewDog existe no mesmo espectro de fenómenos que levam à banalização da escrita. A BrewDog é um fenómeno mediático de gosto discutível, que gera muito barulho numa tentativa de chamar a atenção sobre si própria. A segunda parte é a descrição de uma arte, porque é a descrição de uma paixão, você é bom numa coisa e só existe aquilo, e toda a sua vida está construída ao redor dessa coisa, e tudo o resto é uma impaciência chata que você atura com tristeza até chegar ao momento de se ver sozinho com o seu trabalho, o que não significa que você seja o Dostoievsky naquilo que faz. As pessoas bebem a BrewDog em parte porque intuem esse lado mais profundo do ofício de fazer cerveja, que os brewers  da BrewDog são de facto brewers e não apenas figurantes de brewers a quem a cerveja importa bem menos do que a publicidade. Você pode amar escrever e ser um autor menor e ser bom na sua menoridade. A crítica nacional aprecia mal ou não sabe apreciar esse intervalo dos autores menores e eu acho que isto tem banalizado uma série de discursos em tornos do acto de ler e escrever, expressos em críticas formulaicas que banalizam escritores e leitores. O Borges tem um poema sobre autores menores, em que diz que a meta para um escritor é o esquecimento, e aquele que é menor é o que chega antes disso. Digamos que um Rilke e um Celan, para mim, não se confundem com um Zweig, mas que sinto uma certa felicidade de saber que tenho umas quantas páginas de Zweig à minha espera num lugar qualquer e não sinto que tenha perdido o meu tempo ou tenha sido enganada ao lê-lo. A banalização da escrita é você ler o jornal e ficar com a impressão de que um país de dez milhões produz um facto literário da dimensão do Guerra e Paz de duas em duas semanas, é a confusão da crítica literária com um discurso normativo em torno dessa arte complexa que é a literatura, a confusão da tarefa do crítico com a da criação do cânone, e a outra confusão a cheirar a caruncho que se esconde atrás dessas, que é a noção do génio iluminado que só pode ser reconhecido por dois ou três críticos mais avisados, coisas que normalmente são descritas na ordem do segredo bombástico que explode na mão. Se alguma coisa me vai explodir na mão eu prefiro que não me avisem, porque ao fim de três explosões falhadas o que eu estou é desapontada, para não dizer irritada, tenho comprado e lido muita merda porque mirones míopes no Público, na Ler e no Jornal de Letras usam despudoradamente a palavra génio e tendem a avistar um Celan em Telheiras a cada duas semanas. Não há nada de errado em querer escrever sobre um escritor menor ou um livro apenas competente sobretudo porque um Dostoievsky aparece uma vez numa lua azul, com muita sorte há um numa geração inteira de milhões de pessoas. O crítico nacional tem de esvaziar a mente para a página de semana a semana e às vezes mais do que uma vez por semana. É difícil que isto não se torne da ordem da masturbação. A vida pode ser um lugar aborrecido, um acontecimento digno de ser recordado pode não acontecer durante semanas. Para qualquer pessoa ter uma ideia de jeito que valha a pena atirar para o papel pode levar semanas, meses até, imprimi-la pode exigir muito mais do que isso. Muitos críticos contornam esta dificuldade de não lhes chegar nem uma frase de belo efeito nem um Dostoievsky todas as semanas afectando uma postura de autoridade, não raramente referindo-se a uma suposta coisa que não importa a um leitor mediano um cu, a maestria do autor. O que é a maestria do autor? Maestria vem do latim, magister, professor, cuja raiz talvez se confunda com a que dá origem à palavra mago, mas muitos dos mestres que por aí são anunciados tendem a não passar de discípulos, e os melhores mestres podem bem regredir para a triste condição de discípulos sem talento, como se aprende no doloroso exercício de ler o Lawrence Durrell de O Quarteto de Alexandria e o de O Quinteto de Avinhão (o génio no triste pastiche de si próprio), eu vejo uma literatura cheia de jovens mestres de 40 anos, mas achava que os melhores mestres são os que preferem ser deixados em paz para serem alunos a vida toda, que tendem a ser atormentados amiúde pela pergunta, mas afinal o que é que eu sei? O que é a maestria? O crítico não sabe, acha que pode ser essa coisa a explodir-lhe nas mãos (se bem ordenhada), o génio. E o que é isso, você sabe? Então você tem alguém que lhe atira o conceito do raro que é para uns happy few. Como é? Você, burguês lisboeta, comedor de tremoço que bebe cerveja na esplanada em Junho, quer entrar no círculo ou não? Vai deixar o último Pessoa andar para aí trancado no quarto ou a beber bagaço em paz no Martinho da Arcada, sem você estar devidamente informado? Não, o crítico é alguém avisado e cheio de autoridade moral e agora avisou-o também. O que este tipo de discurso focado na maestria (anda o crítico a tentar aprender, ou a fingir que aprendeu, o que é ser um Dostoievsky vislumbrando um em toda a parte a cada semana?) produz é uma grande tristeza e bastante decepção num leitor mediano. E olhe que quando uso aqui a palavra mediano não imagine o universo mental de Michael Bay e a poética de um Toy. O meu leitor mediano lê Tchekov, comove-se com a poesia de Joyce, e é viciado em Tony Judt, só não vem a correr escarafunchar num caderno, sempre que um arrepio lhe passa pela espinha, que ouviu um tolle et lege. Isso acontece e é lá com ele, no silêncio mais fundo do que existe dentro dele, sozinho a tentar entender o mundo e a tentar chegar a uma visão do mundo que possa ficar na imaginação como um mapa que possa ser sempre navegável, nós gostávamos que ele partilhasse isso connosco, mas com alguns livros até é bom que ele não possa, a algumas coisas você pode chegar pelo intermédio de outros, mas não pode bem ser preparado. E você tem então de se perguntar: como pode um crítico responder a estas dificuldades? Que posição pode este pobre coitado escriba, que no fim, como você e eu tem é de ganhar o seu pecúnio para comer batatas fritas no Chiado, ocupar, num ofício em que ser um leitor é muitas vezes confundido com um exercício de auto-afirmação? E como fazê-lo sem ser apelidado de coninhas pelos restantes críticos (leia-se a crítica nacional que jaz abaixo do paralelo do Correio da Manhã)? Primeiro, há isto, há uma diferença entre pensar sobre um assunto, escrever umas linhas sobre ele, e achar-se o Super Homem por isso, o que subsequentemente lhe pode dar a ideia errada de que você tem o direito de perseguir os outros e de policiar o que eles apreciam ou não apreciam ler, e o que lhes apetece escrever ou não. O que é muito mau é profundamente fácil de criticar, se você está a ler sobre batatas na secção de crítica literária não se perturbe, não é tanto que o seu crítico de pacote ache que você é um leitor tão desavisado que confundiria um saco de amendoins com Walter Benjamim, é que ele tem uma agenda e você pode bem descobrir que o pobre marreco que assinou um verso de mau gosto não lhe caiu bem no goto quando lhe pagou o café, ou então chateou algum amigo dele. Se você leu que um livro é mau, e ninguém lhe está a explicar a relevância dessa fraqueza para a sua vida de leitor, para a cultura em que essa falta de qualidade, ou mesmo maldade, se expressa, então você perdeu o seu tempo. E depois é aceitar o facto de que por um crítico não topar com um Dostoievsky todas as semanas não significa que haja algo de errado com o crítico, ou que ele tenha de ir arranjar uma receita para comprar Viagra. O que me leva ao meu segundo argumento, o que importa a um leitor não é a maestria de um autor, mas o que um livro diz e sobretudo o que um livro lhe diz a ele, muito privadamente no contexto da narrativa da sua própria vida. Eu prefiro que o crítico que escreve no jornaleco todas as semanas me fale do primeiro argumento, e me deixe em paz para decidir por mim se um livro tem o potencial para me dizer alguma coisa do modo que acabei de descrever, o que um livro significa para mim. Um crítico muito bom consegue talvez comunicar o que um livro lhe pode dizer a si privadamente, mas isso é uma capacidade excepcional de falar de coisas que foram escritas e são profundamente únicas, e mesmo esse momento é de algum modo excepcional para o crítico, não acontece todas as semanas, o resto é um ofício mecânico, e de algum modo triste. Você é um crítico, o que significa que, se você está agarrado à normatividade bombástica do génio hoje em dia ou da monótona descoberta do oásis no deserto, você é um bocado a extensão de um departamento de marketing de uma editora, e pode muito bem não ter muitas ideias. Para valer a pena ler um pedaço de crítica, a crítica pode bem falar-nos sobretudo das ideias de um livro, e o estilo do autor é apenas uma dessas ideias, e não é a mais interessante. Se mais nenhuma ideia lhe ocorre além do estilo, vulgarmente descrito por maestria, então o livro que você leu é uma merda, ou você é um mau crítico, ou ambos. O que é que acontece aí? Você acaba a lamentar-se que Herberto Helder vá ser lido, ou que os seus amigos que escrevem não são convidados para tantos festivais quantos deviam. Nada disto tem que ver com a alegria de ler um bom livro.

 

O que é a não banalização da escrita?

O curto sono de Kafka, duas horas a cada tarde depois do escritório, para pouco a pouco e com muito esforço, das oito à meia-noite a cada noite, enquanto o Hermann Kafka ronca no quarto ao lado, lhe trazer A Metamorfose, O Castelo, O Processo. É Arquíloco a confessar a canhalice de ter deixado o escudo aos trácios, Nunca ninguém tinha dito aquilo daquela maneira, o que não significa que não tivesse havido milhares de soldados antes dele que cheios de medo fugissem do campo de batalha sem sequer trazerem o escudo com eles. Bloom a masturbar-se numa praia em Dublin mais o monólogo da Molly quase no fim, coisas que ainda não tinham sido ditas daquela maneira, de repente inadiavelmente reais, disponíveis para serem pensadas mais do que por críticos por gente com espírito crítico, no fim é só aí que a tarefa do crítico é sagrada como a de um escritor, trazer ao de cima, ou inspirar, o espírito crítico dos outros, o que na melhor das hipóteses pode até ser contra ele e apesar dele, esse é o crítico que o ajuda a viver, que nem sequer é bem só crítico, é mais uma criatura da literatura. Os críticos no fundo são os verdadeiros Íons do ofício literário, o ofício deles não é específico, é ainda menos específico do que o do escritor, mas se forem mesmo bons inspirarão nos outros uma ideia, um ponto de partida, e por isso ficaremos sempre agradecidos e voltaremos a lê-los com prazer. A não banalização da escrita vem da escrita que não é banal e que não o banaliza enquanto leitor, é o que resulta de uma combinação de amor, necessidade e culpa. É você saber que vai perdoar ao Lobo Antunes aquela parvoíce do leão e da cria na entrevista sobre a Elena Ferrante porque ele é o tipo que escreveu o Fado Alexandrino. Você lembra-se como foi? Ler o Fado Alexandrino? Agora não seja estúpido, tenha esperança e lembre-se que o crítico que assina o fait divers medíocre na temporada morta de Agosto, para coscuvilhar a parvoíce que o seu Homero disse na última entrevista, não raro para enaltecimento da própria inteligência banal do crítico, pode apanhar um dia destes com um Thomas Bernhard que lhe acerte umas furiosas pauladas de indignação justa e impaciência. Nesse momento você vai lembrar-se do longo olhar de Petrónio no banquete de Trimalquião e constatar que o mundo é espetacular de maneiras que ainda nem sequer nos passaram pela cabeça. E isto é ainda uma coisa que um belo escritor fará por si. Na viagem que é ler seja o que for, esse pode bem ser o melhor momento de todos.